lunes, 27 de mayo de 2013

La feria






Los cincuenta pasos que separan una esquina de la otra de la cortada donde está la feria contrapuntean con los cien latidos de su corazón cuando va pensando en ella. Cada domingo la recuerda mientras atraviesa los puestos de artesanías. Le compraría la babucha violeta, la cartera roja, los aros de caña, la camisola blanca, todo le compraría. Y si algún lector pudiese creer que el amor no se compra, probablemente tenga razón. La ilusión de disfrutar de su amor tiene forma de regalo, hoy y todos los domingos del mundo. Por eso cuando llueve la extraña tanto.


Amasando

Hace años, pensándose vieja, amaba la idea de sentarse a la orilla del río. Esa idea se tornó melancólica. ¿Será melancólico el río? No puede ser, siempre anda pasando el agua. Siempre cambia. Hoy amasa pan en la cocina de la casa de campo, esa que también soñó en una noche de estrellas, con galería y flores. Y se quedará para cuidar que su masa duplique su tamaño, tibia, debajo de un repasador a cuadros.






La víspera

Sentada sobre una pila de libros, en el centro de la habitación vacía, miraba las huellas de objetos cotidianos en la pintura vieja de las paredes.
Prendió una vela apenas se cortó la luz, justo hoy, pensó y las sombras se agrandaron tanto como sus recuerdos.
Su vecina, siempre puntual, había preparado lo mismo de todos los domingos a la noche. Ella pensaba que una mujer que cocinaba semejantes aromas no podía estar cenando sola e inmediatamente los golpecitos en la puerta, del chico del delivery, la pusieron de mal humor.
Cubiertos plásticos y un plato de telgopor con una milanesa tibia y puré sin nuez moscada no podían conformar a nadie. No pudo terminar de comer.
Se levantó, fue hasta la cocina y abrió la canilla  para servirse una copa y se dio cuenta de que no había embalado el filtro de agua. Pensó en su salud, encendió un cigarrillo, se hizo sonar los dedos de las manos, se sintió sola otra vez más y volvió a sentarse sobre los libros.
Repasó mentalmente la lista de cosas pendientes para la mudanza de mañana. Tendría que olvidar lo innecesario.
Se sobresaltó con la luz que volvió de repente, justo para iluminar la silueta de un fantasma. El de él. Casi nada. 





La vida va




La vida va, en la ciudad, como iba aquella mañana la mujer del paraguas. El sol pleno y el calor insoportable. Las calles estaban repletas de sudor y musculosas; de anteojos negros y ojotas; de bermudas y botellitas de agua. Pero la vida no sale a la calle sin prender la tele. Y sin recitar de memoria la sensación térmica que no es la temperatura. Entonces, sin más, se calzó el trajecito sastre que tan bien le combinaba con el color verde del paraguas. Y así es como la vida va, en la ciudad, a contramano de cualquier sensación propia caminando a punta de paraguas y taco aguja, rasgando las veredas. Y la realidad.